En la escuela infantil, el juego no es un descanso entre actividades: es el corazón de la educación.
A través del juego, los niños y niñas exploran el entorno, ponen a prueba sus capacidades, expresan emociones y construyen su identidad.
El juego no se añade al currículo: lo atraviesa. Es la herramienta con la que se aprende a convivir, a pensar y a sentir.
Por eso, en la etapa 0-3, es papel de la educadora acompañar, observar y crear entornos seguros donde el juego infantil pueda desplegarse con libertad y sentido.
Las etapas del juego: un viaje de descubrimiento
El juego evoluciona al mismo ritmo que el niño o la niña. A medida que crecen, sus intereses cambian, su cuerpo gana destreza y su mente se abre a nuevas formas de comprender y relacionarse con el entorno.
Desde los primeros experimentos sensoriales hasta los juegos de grupo con reglas, cada etapa del juego representa un paso en el desarrollo integral. Todas tienen valor, y todas merecen tiempo, espacio y acompañamiento.
En la escuela infantil, conocer esta evolución permite ofrecer propuestas ajustadas a cada momento, respetar los ritmos individuales y favorecer un crecimiento armónico. Así se construye un aprendizaje auténtico: jugando, descubriendo y compartiendo.
1. Juego exploratorio o funcional (0-2 años)
Durante los primeros años, el niño o la niña descubre el mundo a través del cuerpo y los sentidos.
Agita, lanza, muerde, golpea, repite… está explorando cómo funcionan las cosas y sus propias capacidades.
Estos juegos aparentemente simples son la base de la inteligencia y de la coordinación. Los materiales naturales, los objetos cotidianos y las bandejas sensoriales permiten canalizar la curiosidad innata y favorecer la atención y la concentración.
2. Juego simbólico (2-4 años)
Aparece el poder de la imaginación. Una caja puede ser un coche, una cuchara un micrófono o una tela una capa mágica.
El niño o la niña representa la realidad, imita lo que ve, recrea escenas familiares y ensaya roles sociales.
El juego simbólico impulsa el lenguaje, la empatía y la comprensión del mundo.
En la escuela infantil, los rincones de juego simbólico (la casita, la tienda, el médico) son auténticos laboratorios de vida, donde los niños elaboran emociones y aprenden a convivir.
3. Del juego individual al compartido: cómo surge el juego en paralelo
Entre los dos y los tres años, el juego empieza a transformarse. El niño pasa de jugar solo, centrado en su propia acción o en un objeto, a jugar al lado de otros niños, observándolos y a veces imitándolos, pero sin colaborar todavía de forma directa.
A esta forma de jugar la llamamos juego en paralelo, y es un momento precioso de transición: el niño descubre la presencia del otro sin perder su autonomía. Está aprendiendo a compartir espacio, materiales y atención; a mirar, esperar y anticipar.
Poco a poco, ese juego en paralelo da paso al juego asociativo (donde se comparte material o tema) y más adelante al juego cooperativo, donde hay un objetivo común y se asumen pequeños roles (“tú eres el papá y yo la mamá”).
En la escuela infantil, esta evolución ocurre de forma natural cuando se ofrece tiempo, libertad y un entorno preparado. Cada tipo de juego, individual, paralelo o cooperativo, tiene su valor, y todos merecen ser respetados.
4. Juego de reglas y social (a partir de los 4 años)
A medida que crecen, los niños y niñas descubren que jugar también implica acordar normas.
Empiezan los juegos con reglas sencillas, los turnos y las dinámicas grupales. Surgen los primeros juegos cooperativos, donde hay un objetivo común, y también los competitivos, donde se aprende a ganar, a perder y a disfrutar en grupo.
Este tipo de juego refuerza la autorregulación, la tolerancia a la frustración y el sentido de pertenencia.
En la escuela infantil, los juegos de movimiento, los circuitos o las asambleas grupales ofrecen oportunidades naturales para desarrollar estas habilidades.
El valor del juego libre (individual y en grupo)
El juego libre es aquel que el niño o la niña elige, inicia y dirige por sí mismo. Puede ser individual (cuando necesita concentrarse en una exploración o una construcción) o grupal, cuando surge el deseo espontáneo de compartir y crear con otros.
En ambos casos, el adulto ofrece tiempo, espacio y materiales abiertos, como bloques, telas, piezas sueltas o elementos naturales, que permiten imaginar, construir y transformar.
El juego libre fomenta la creatividad, la autonomía y el pensamiento divergente, y es una poderosa herramienta de bienestar emocional: mientras juegan libremente, los niños se sienten competentes, seguros y felices.
El papel del adulto en el juego libre: acompañar con presencia y confianza
En el juego libre, la presencia del adulto es fundamental, pero su intervención debe ser ligera, respetuosa y consciente.
A diferencia de otras propuestas guiadas o estructuradas, en este tipo de juego el educador o la educadora no dirige ni propone, sino que crea las condiciones para que el niño o la niña pueda desplegar su curiosidad y su iniciativa con libertad.
Acompañar el juego libre no significa estar al margen, sino observar para comprender. Desde esa mirada atenta, el adulto reconoce los intereses, los avances o las necesidades de cada niño y actúa solo cuando es necesario: poniendo palabras a una emoción, facilitando un material o ayudando a resolver un conflicto con calma y respeto.
También forma parte de su papel cuidar el ambiente: ofrecer materiales abiertos, mantener espacios seguros y permitir tiempos amplios sin interrupciones. Y, sobre todo, confiar en el proceso: no anticipar aprendizajes, no marcar metas, no forzar etapas.
Cuando el adulto acompaña desde la confianza y el respeto, el juego libre se convierte en una experiencia profunda y auténtica, donde cada niño y niña aprende a su ritmo, disfrutando de la libertad de ser y de descubrir.
Jugar es crecer
Cuando la escuela infantil protege los tiempos de juego y ofrece entornos ricos, seguros y estimulantes, está sembrando las raíces del aprendizaje futuro.
A través del juego, se despierta la curiosidad, se fortalece la autonomía y se desarrolla la capacidad de pensar por uno mismo.
También se aprende a convivir, a cooperar y a disfrutar del proceso, sin prisas ni comparaciones.
Y aunque el juego es la esencia de la infancia, no termina con ella: Los seres humanos, como tantos otros animales, jugamos toda la vida: jugamos para aprender, para crear, para conectar y para seguir explorando quiénes somos.
Por eso, más que una metodología, el juego es una mirada educativa y una actitud vital: una forma de entender la infancia desde el respeto, la confianza y la alegría de aprender haciendo.
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